Minerva, de Keila Vall de la Ville (Pre-Textos) | por Javier García Clavel
Un crítico bueno me decía anteayer que lleva tiempo sin escribir reseñas. No encuentra qué decir, y para no saber bien qué decir por qué iba a ponerse a intentar decirlo. Él no hace reseñas de las que despiezan el libro en trozos pequeños que mirar bajo la lupa, con su poquito de análisis estilístico, su poquito de cosecha de erratas, su poquito de tono despegado. No, él siente que algo quiere decir a partir del libro, y lo escribe. Y si nada hay, no. Me parece válida la costumbre, tanto lo de no decir si no se tiene qué como lo de escribir a partir de un libro.
Minerva va, en parte, de escribir la danza. Estos arrimos entre artes son complejos, en el mejor sentido de la palabra: poner en palabras o imágenes el movimiento del cuerpo, como dibujar la música, como leerla, como bailar un texto. Cada arte tiene su sentido en su instrumento, y los ejercicios de transposición, como las traducciones a otras lenguas, siempre generan una distancia. Es como que se les ve el puente. Lo bonito, para quien busca en la literatura la pasión integral, de forma y fondo a un tiempo, es admirar esa construcción que une los dos mundos, pasar la mano por los arcos de ojiva, por los sillares gordos como los dedos de un pelotari. Lo he hecho más veces, con literatura y con otras artes. Recuerdo los diarios de Nijinsky, el ensayo sobre Israel Galván, El bailaor de soledades (que por cierto publicó Pre-Textos), o las películas The Girl o Bobbi Jene. En The Girl también es una adolescente la que baila; en Bobbi Jene también hay un viaje a EE.UU. para bailar.
Keila Vall de la Ville nos narra el bailar de la joven Minerva en fotografías, capítulos breves, muchos intensamente líricos; es un bailar nervioso y tirante, y otras veces quieto; es un bailar para sí pero siempre para otros. Escribir esta danza de Minerva es necesario porque si no nos perderíamos las raíces, es decir, conocer por qué mueve su cuerpo como lo mueve, por qué durante una época deja de bailar reglado para hacerlo por libre, y por qué siempre necesita que le mire un auditorio. Ahí es necesaria la escritura, sólo con ver y escuchar el frufrú de los ropajes no es suficiente. La clave de este libro es el cuerpo adolescente, que va y viene y que se rebela y se reivindica, y que siempre busca unos brazos y a la vez que no la abracen. Minerva necesita saber quién son sus padres, busca datos y lo que recibe son explicaciones de otro mundo. Singularísima la situación: una adolescente que necesita rigor, y no lo informe, lo que le sería connatural; unos padres que predican la no rigidez, la liberación de no poner etiquetas, el derecho a no responder. Hay una imagen que lo define: Minerva tiene que empezar desde niña bailando clásico pero Lissa, su madre, baila a su manera, para sí.
Un libro de danza baila, pero también contiene enseñanzas. Los arranques poéticos de Vall de la Ville llenan la novela de aforismos donde se para todo, donde como hace Minerva se deja el brazo en vertical, perpendicular al cuerpo, en suspenso, en el milímetro exacto donde las tensiones a izquierda y derecha lo pierden de vista. Soy arte cinético en circulación sanguínea. No sé qué hacer con la belleza, más que permanecer en ella, más que bailarla. Yo si no bailo no pienso bien. Soy bailarina en el estricto sentido del verbo Ser. Bailar me ofrece las palabras que me faltan.
Termino viendo bailar. Cuando miramos una pieza de danza solemos hacerlo enfocando partes concretas. Es verdad que al principio hay un situarse, un plano general, y que en momentos de la pieza volvemos a ese plano general para descansar la espalda y el cuello, que de tan atentos se habían encogido; pero el resto del tiempo miramos partes muy pequeñas del cuerpo que se mueve. Un brazo, un cuello, un tobillo, la muñeca, los ojos que miran a un lateral. Me gusta que Minerva se componga de fragmentos también, que haya capítulos (están numerados hasta el 161) que ocupen tres líneas y otros dos o tres páginas, pero que siempre sean fragmentos. Como un brazo, un cuello, un tobillo, la muñeca, los ojos que miran a un lateral.